¿Por qué margen de error?

Lo que importa no es tanto el error, sino el margen. O 50-50. Pero sin esa pequeña brecha, sin que nos falte un poco, no habría posibilidad de mejorar. Hay errores congénitos, que nos acompañarán toda la vida, como una "fallita" en un ojo. Pero eso no quiere decir que no veamos bien. Al contrario, nos obliga a esforzarnos por ver mejor.

Un día voy a ser otra distinta

martes, 5 de abril de 2011

Se encontró perdida en los ojos de esa mujer que viajaba frente a ella en el colectivo. Pese a las arrugas de su cara, que eran el fiel reflejo de haber sufrido en la vida, se notaba que era una mujer hermosa. Se la imaginó de joven, con la piel lisa y suave, levemente maquillada. Quizás caminando por las calles de su barrio, del brazo de su madre o su tía, mientras los muchachos le ofrecían piropos inocentes para conquistarla, mientras el colorete se acentuaba más a medida que se ruborizaba y les devolvía una risita tímida, que era todo lo que podía darles. Sí, sin duda era todo lo que podía darles y algo terrible habrá pasado, se ve en su cara, en cada marca de los años que cruza su piel de lado a lado, en la comisura de los labios levemente inclinada hacia abajo, como un gesto de perpetua tristeza. Sin embargo sus ojos tenían una chispa especial, una vida inagotable, un parpadeo adolescente. Esos ojos azul profundo, no iban en esa cara, no combinaban. Como si hubieran permanecido jóvenes, sólo ellos, sólo los ojos, mientras la vida pasaba por arriba del resto del cuerpo de aquella mujer.
Se entretuvo pensando en cuántos años tendría, tarea dificilísima. Si la miraba de lejos, entera; tenía sin dudas más de 50 años. Su ropa, denotaba la lucha que representaba para ella el día a día. Incluso, pensó, podía tener alguna enfermedad. Artritis, quizá. Alguna de esas enfermedades que tienen las mujeres cuando envejecen, cuando deja de importarles su vida, como a su tía Antonia, que cuando ya no tuvo motivos para quejarse, cuando ya había criado a todos los hijos y nietos que pudo, propios y ajenos; cuando ya no pudo desahogar sus gritos en el tío Jacinto, que en paz descanse; cuando tampoco estaban ya los abuelos signando la desgracia en su vida; es decir, cuando finalmente, según todo lo que siempre le había molestado, podía ser feliz, no supo como escaparse de tamaña responsabilidad y contrajo una enfermedad que ni los médicos más eruditos del país supieron decir cual era. Será la tristeza, como decía ella misma. Y debía ser, la tristeza de postergarse hasta el fin de los días. ¿Esta mujer se entendería con la tía Antonia? ¿Podrían ser amigas? Quién sabe, quizá incluso se pelearon por algún novio cuando eran jóvenes. Sin embargo, si con sus ojos hacía un zoom en los de su compañera de viaje, y los miraba detenidamente, no había un solo registro del paso del tiempo. Sus ojos permanecían frescos como una rosa recién arrancada de la tierra, humedecida por el rocío. Y su iris, de un azul nunca antes visto en otros ojos, gritaba historias. Cada pedacito de iris, como un vitreaux, formaba un dibujo que invitaba a descifrarlo.
Sintió deseos de sentarse junto a ella en el colectivo y mirarla fijamente, más de cerca. De preguntarle quién era, de saber quién era en realidad, saber si sus conjeturas eran ciertas, pero sobre todo, de mirarla. Tenía ganas de admirar esos ojos azules, abiertos de par en par, durante el tiempo que quisiera.
El sonido inesperado del timbre la asustó, y la sacó de su letargo. Desorientada, trató de conectar racionalmente la secuencia de hechos que habían sucedido en el pasado inmediato. Recordó, como si hiciera horas que no lo pensaba, la idea que ocupaba su mente segundos atrás: mirar la mujer de ojos azules tanto tiempo como quisiera.
Un escalofrío le recorrió la espalda entera. Tuvo miedo de no poder controlar ese deseo irrefrenable que sentía. Se imaginó haciéndola pasar un mal momento, obligándola a sostener la mirada en sus ojos, en su capricho. Se imaginó...pero el timbre sonó, y cuando volvió a hacer foco en la realidad, aquella mujer, ya no estaba allí.

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