¿Por qué margen de error?

Lo que importa no es tanto el error, sino el margen. O 50-50. Pero sin esa pequeña brecha, sin que nos falte un poco, no habría posibilidad de mejorar. Hay errores congénitos, que nos acompañarán toda la vida, como una "fallita" en un ojo. Pero eso no quiere decir que no veamos bien. Al contrario, nos obliga a esforzarnos por ver mejor.

Polisemia

domingo, 3 de abril de 2011
Ejercicio para la facu, construir una historia con una serie de palabras con un significante distinto al que son utilizadas en el texto.



En una esquina cualquiera de esta gran ciudad desamorada, llovía el cielo y una mujer lloraba. Puede ser cualquiera, cualquier esquina anónima. En todas debe llover igual que acá, en Entre Ríos y Carlos Calvo. Paula estaba agotada, venía caminando desde Constitución.
“Entre ríos, llueve, y Carlos se quedó pelado. ¿Cómo no voy a llorar? Si al menos estuviera en México y Rodríguez Peña. No, esa esquina no existe. O bueno, en Libertad y cualquiera. Todas, con tal de estar en Libertad”, pensaba. Se rio. Tenía pensamientos absolutamente cursis cuando estaba triste, era cierto. Siempre le pasaba lo mismo. Quizá fuera un mecanismo, uno de esos extraños recursos de la mente y la autoestima para encontrar una razón y hacernos sentirnos aún peor.
Decidió volver a su casa, qué sentido tenía seguir llorando sola, esperando que él llegara, cuando hacía más de tres horas que debían estar juntos. Y ella sí estaba, después de todo, en libertad; podía hacer lo que quisiera. No tenía un marido al que ocultar, ni del que esconderse; no tenía hijos por preservar; ni una reputación intachable que mantener. El cielo pareció oscurecerse más al descubrir que la libertad significaba tantas carencias.
Abrió la puerta de su casa con las últimas fuerzas que le quedaban. Buscó desesperada en la repisa el único disco que podía calmarla en ese momento. Pero el equipo de música no andaba; afuera seguía lloviendo. Nimiedades, cosas que no le importan a nadie; el clima, la tecnología. Simples cosas que están ahí formando parte del decorado y que nunca cobran relevancia. Hasta que un día se vuelven imprescindibles y justo ese día, deciden fallarnos. El día de hoy es una red rota. Una red fallada que salva la vida del trapecista cuando cae de su manivela, pero que lo ahorca desgraciadamente y sin explicación.

-Necesito una copa de cualquier cosa.- dijo en voz alta.

Se sirvió vino tinto y se dejó caer en un sillón. Ni aun en su propia casa, dejaba de sentirse visitante. Una extraña, siempre. Incómoda en su propia vida.
“No puedo llamar a Defensa del consumidor en estos casos. -Hola, sí, ¿qué tal? Me enamoré del hombre equivocado. Otra vez, sí. Estoy plenamente disconforme, ¿con quién puedo hacer un reclamo?”, se dijo burlonamente mientras se miraba en el espejo, desencajada. Por un segundo no se reconoció. ¿Siempre habían estado ahí esas ojeras, tan profundamente negras, o habían nacido en el segundo anterior? “Cómo te gusta esquivar el bulto, eh. Siempre tenés una salida inteligente. Cuando estabas a punto de mirarte realmente en el espejo, de verte como sos, quizás por primera vez en años, salís con la boludez de las ojeras. Seguí así, que te va a ir bien” Sus soliloquios eran inversamente proporcionales al tamaño de su amor propio.
Con un marcador, se dibujó un lunar sobre el labio, cerca de la comisura. Cuando lo terminó, no supo porqué lo había hecho. Pero había tanto para preguntarse, que se felicito por haberlo hecho sin pensar, y arreglándose el pelo, se alejó del espejo. Los ojos le brillaban, húmedos.

Se sentó en el piso, aunque lo que realmente hubiera querido era gritar. Gritar muy fuerte. Hasta que se rompan los vidrios, hasta que se quejen los vecinos, hasta que venga la policía, hasta que la ciudad entera se pregunte dónde vive la persona qué puede sufrir tanto.

Dos años atrás, Jorge la había dejado casi a punto de casarse, sumida en una profunda depresión. En un pozo invisible, pero muy difícil de llenar. Al principio, hizo muchos talleres. Talleres de cualquier cosa. Como los grupos de autoayuda de “El club de la pelea”, para llenar vacíos existenciales con los problemas o las soluciones de otro. Aprendió a hacer flores en goma eva, bonsái, títeres, a remodelar ropa, a tocar el bongó. Pero nunca dejó de sentirse sola.
Hasta que decidió ponerse a estudiar la carrera que había postergado toda la vida: Filosofía, el Doctorado en Filosofía. Como también había perdido su trabajo, durante algunos meses, tuvo que repartir los volantes del Instituto Junín, famoso en la zona de la facultad. Y antes de terminar el primer cuatrimestre, cuando ya comenzaba a poder disfrutar de la nueva vida que estaba construyendo, por primera vez sola, apareció Fernando.
No eran más que dos estudiantes con las hormonas revolucionadas. Porque no importaba que ya hubieran pasado la tercera década, lo que importaba era el espíritu que se respiraba en el aire. Y el espíritu era joven, era primavera, era plaza y amor; marihuana y estrellas, hasta en noches nubladas.
El problema nunca es el durante. Siempre es el después. En el momento, ¿a quién le importaba tener más de 30, estar pasado en el cuarto de hora que ya iba a dar de nuevo las 12? Nunca es tarde para darle una oportunidad al amor, cuando llega. Porque cuando llega, siempre es oportuno, siempre bienvenido, uno se olvida de todo y se embarca sin dinero ni pasaporte, como polizón, en la cubierta de los sueños de no sabe quién, pero el amor lo puede todo y se siente tan real y tan posible, no hay forma de que salga mal y entonces uno sabe que está cometiendo una infracción, pero qué me importa! que venga a reclamármelo el destino, ese cabrón, a ver si tiene huevos, con todas las que me debe. Al menos eso creía ella hasta esta mañana.
Pero ¿cómo no enamorarse de Fernando? Fernando, tan inalcanzable. Tan prohibido y accesible a la vez; tan descuidado por esa esposa que estaba por perderlo, por esos hijos que lo desacreditaban todo el tiempo. Tan desaprovechado, Fernando, que no había forma de no quererlo. La revancha de aquel amor frustrado, el primero, el más doloroso. Aquella rotura de alma gratuita por el amor de su papá. “Papá que nunca me eligió por sobre otras mujeres. Papá, para el que siempre fui la única, lo cual lo tornaba inalcanzable para mí”. Un patrón de comportamiento, diría cualquier psicólogo. Pero ella sólo podía entender a los demás. Ella sólo podía comprender a Fernando y amarlo, con toda su alma. Darle su vida, que era todo lo que tenía, para que él pudiera ser feliz. Y Fernando sólo tenía que esperar un mes más para dejar a su mujer. Siempre un mes más.

Sonó el teléfono. Era su amiga Cecilia que le reclamó que no la llamara para salir, le pidió que no jodiera más con Fernando que nunca había sido un buen partido y sin más preámbulos, le preguntó si nunca se iba a cansar de ser la suplente. Su ex amiga, Cecilia. Cortó.
El arco de su ceja izquierda era un perfecto signo de pregunta junto al resto de su cara. ¿Estaba entendiendo bien? ¿Acababa de tener una conversación con una mujer de 35 años, o con una adolescente?

-¿Qué les pasa a las mujeres cuando se separan?-dijo resuelta y ajena de la situación– Nos pasan años, nos pasa un camión por encima, nos pasa de todo y a la vez nada, nos pasa factura la apertura del caparazón que teníamos cerrado por las dudas, nos pasa que tenemos ganas, muchas ganas de llorar. La primera vez dolió más, siempre. Frase de cabecera para las sufridas del amor. Siempre hubo otro que nos hizo sufrir más, pero de eso nos acordamos cuando ya se nos secaron las lágrimas por éste. Cuando por fin pudimos terminar de llorar, recordamos la separación anterior, y la convicción con la que creíamos que nunca jamás, dejaríamos de llorar.

¿Porque después de todo, por qué habríamos de dejar de llorar? ¿Qué razones había, hoy, para reír? Casi 35 años, sin hijos ni futuro padre de futuros hijos en vista. Abandonada por segunda vez por un hombre. Era periodista independiente, pero no había escrito una nota en años. Ni siquiera un titular. Que es casi lo mismo que ser bailarín en silla de ruedas, o estar con un cepo en la garganta cuando uno se gana la vida cantando.
Se podría decir que su vida y ella estaban en un empate técnico. La vida había dejado de dar, ella había dejado de esperar.

***


De todas las posibles formas de suicidio, el tiro en la cabeza no era una opción. Sentía miedo de sólo pensarlo. Sabía que no tenía el valor de hacerlo. Mejor, tirarse abajo de un tren. Esperaría sentada en la estación que sonara en el viento el silbato que le indicara la distancia de su verdugo. Entonces se pararía, con las rodillas rígidas de pánico, e iría calculando lentamente, cada paso al ritmo del viento.

***

Esa no había sido una buena mañana, definitivamente y desde el principio. La ofensiva de María por el misterioso llamado de la noche anterior, era algo que Fernando no esperaba. ¿Desde cuándo le importaba lo que él hacía o con quién? Hacía tantos años que su matrimonio se había terminado, que había olvidado lo que era escuchar de su boca un planteo. Un planteo o casi cualquier otra cosa; el diálogo entre ellos era mínimo. Como si una valla, un muro, un vidrio blindado los hubiera dividido años atrás, cada día tenían menos cosas en común. El punto de unión eran, claro, los hijos. Pero el descenso en el nivel de pasión, de respeto, de compañerismo; todo eso era innegable y lamentable, pero ya no tenía solución.
Cuando se levantó, María ya se había ido. Pese a la discusión que habían tenido, le pareció raro que hubiera salido tan temprano. Ella acostumbraba prepararle el desayuno aunque no se dirigieran la palabra durante meses, pero aquella mañana la cocina permanecía vacía y los únicos sonidos que la inundaban eran los del pequeño televisor que ella había dejado encendido. “Resumen mundial de noticias”, anunció el conductor de las noticias. Fernando pensó en qué poco le servían las noticias de otros países del mundo, cuando ni en la limitada geografía local podría encontrar a su mujer. Su mujer, qué ironía decirlo así, ahora. Ahora, que él se iba con su amante, sin que ella lo supiera. Y no es que se sintiera bien huyendo como un cobarde, dejando todo sin mirar atrás, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Su matrimonio con María estaba terminado, pero ella no quería divorciarse, pese a que vivir juntos se parecía cada vez más a pasar los días en un convento de clausura: votos de silencio, votos de castidad. Sólo la economía era tema de conversación y se hablaba sin reserva, aunque estuvieran los chicos, aunque hubiera invitados. Siempre era un buen momento para disentir por la plata, que a María nunca le alcanzaba aunque él trabajara 14 y hasta 16 horas por día para darles todo, a ella y a sus hijos. ¿Pero cuánto tiempo más podría seguir así, haciendo equilibrio en la punta de un barco que se terminaría hundiendo, indefectiblemente? Ya no más.
Ya era la hora, debía encontrarse con Paula. Otra vida estaba por comenzar.
Se dirigió a la estación con paso decidido, quería subirse al tren y encontrarse pronto con ella, lo más pronto posible. Al aproximarse vio un patrullero, una ambulancia. De un poste de luz colgaba una cinta que cerraba el área de entrada al andén. Se acercó a un policía para preguntar qué pasaba.

-         Y, lo de siempre. Una señora se acaba de tirar bajo la formación. Justo venía a dejar sus cosas, que las dejó en el andén. Una carta, cartera, zapatos. Yo no sé por qué la gente quiere morirse descalza. Pobre, mina joven. En la carta dice que el marido la hacía cornuda y no se lo puso bancar.

Fernando sintió que sus piernas perdían fuerza, creyó que se desvanecía. Reconoció los zapatos y la cartera en las manos del policía. Estalló en llanto.

-         ¿Qué pasa, hombre? Vamos, no te pongas así. Si yo llorara cada vez que tengo ganas, sabés qué. Me tengo que dedicar a otra cosa.

Fernando dudó. ¿Debía mentir? Lo iban a ir a buscar a su casa. No podía pensar. Todo daba vueltas a su alrededor. ¿Cómo, por qué? ¿Cómo decirles, cómo explicarlo? ¿Cómo? “Por Dios, ¿cómo pudo pasar esto?”, se preguntó. Sentándose en el asiento delantero del móvil, miró al oficial y le dijo:

-         Esa mujer es mi esposa.

El oficial lo miró, comprendiendo en parte su estado, pero le dijo:

-         Esta carta te hace responsable a vos. Nos vas a tener que acompañar al penal. Si se comprueba la infidelidad estás jodido, eh.

Fernando ya no recordaba a Paula. No la volvería a ver.

-         Si, lo sé. Vamos. ¿Puedo llamar a mis hijos?

Iba en el patrullero, mirando sin ver a través del vidrio sucio de la ventana. Esposado, por las dudas, aunque no pensaba escapar. El centro es un caos todos los días, pero aquella mañana, no le interesaba. Qué importaban la calle y la ciudad, si en ese momento, dentro de si radicaba el mayor de los caos posibles. Si al final, no tenía más que un montón de lindos recuerdos, pero que de tan lejanos, parecían ajenos.

***

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